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Escapada neoyorkina

El barrio de Manhattan concentra al sur de Central Park sus iconos clásicos y sus nuevos atractivos

No hace falta haber viajado a Nueva York para conocerla. Todos somos capaces de identificar su paisaje urbano, centenares de veces reproducido en el cine. Al visitarla por primera vez se experimenta una sensación extraña, casi onírica. Apenas salir del hotel una voz interior nos susurra: tú ya has estado aquí. Nada de lo que veamos a partir de ese momento nos resultará desconocido y, sin embargo, no dejará de sorprendernos. La pregunta es: ¿puede un asfalto que jamás hemos pisado formar parte de nuestro pasado sentimental? Una vez admitimos que sí, que eso es posible, estamos listos para iniciar el recorrido por una de las ciudades más vivas e interesantes del mundo.

Hasta mediados del siglo XIX, lo que hoy conocemos como Central Park no era más que un terreno pantanoso en el norte de Manhattan. A medida que la población aumentaba se hizo necesaria la creación de un espacio verde donde los habitantes de la isla –no olvidemos que Nueva York es un archipiélago– dispusieran de una alternativa al asfalto. Posiblemente los inmigrantes que ocupaban las deprimentes habitaciones en la parte baja, la del sur, no llegaran jamás a disponer de tiempo libre para recrearse en él, pero hoy es uno de los espacios preferidos de los neoyorquinos. Gracias al empeño de William Cullen Bryant, poeta y editor del New York Evening Post, se inició la transformación de este terreno en 1838. Central Park requirió veinte años de trabajo e ingentes cantidades de tierra traída desde Nueva Jersey para conseguir su apariencia de jardín inglés con puentes, castillos, lagos artificiales y casi cien kilómetros de senderos donde perderse. Si ese es el caso, conviene acercarse a una farola: en ellas se indica el nombre, es decir, el número, de las calles más próximas.
Legado de la década de oro
Central Park se extiende paralelo a la Quinta Avenida, desde la calle 110 hasta la 59. Siguiendo el trayecto descendente, a unos treinta minutos andando –hay que bajar hasta la 51– se encuentra el Rockefeller Center, símbolo de la edad de oro de una ciudad que floreció a medida que lo hacían apellidos asociados al dinero como Aston, Morgan, Frick, Vanderbilt, Carnegie o el mencionado Rockefeller. Este magnate del petróleo concibió la construcción de este complejo de 14 edificios –después se añadieron cinco más– en los años 1930. Su fortuna descomunal le permitió dejar legados tan sólidos como éste, y algún otro más pintoresco: fue una de las fuentes de inspiración de Matt Groening, creador de Los Simpsons, para poner rostro a Montgomery Burns, el tacaño propietario de la nuclear de Springfield.
Uno puede elegir entre curiosear por algunas de sus exclusivas tiendas, disfrutar de la pista de hielo que ocupa la plaza central todos los inviernos o visitar el vestíbulo del General Electric, su edificio más interesante. El interior está decorado con unos espléndidos murales de Josep Maria Sert, aunque éste no fuera el propósito inicial. El proyecto original fue encargado a Diego Ribera, pero su trabajo fue destruido al negarse el artista mexicano a eliminar el retrato de Lenin de la composición.
En un área fácilmente abarcable desde este punto, en el barrio conocido con la vaga denominación de Midtown, se localizan los edificios más emblemáticos. Lo más fácil es dirigir la mirada al cielo y dejarse guiar por las cúpulas arquitectónicas. Con toda seguridad nuestros pasos nos conducirán al que quizá sea el rascacielos más bello del mundo occidental, el Chrysler. Esta maravilla de estilo art déco fue mandada edificar en 1929 por el magnate automovilístico con la intención de que fuera el edificio habitable más alto del mundo. Cuando estaba a punto de lograr su objetivo se enteró de que la sede del Banco de Manhattan, en aquel momento en construcción, lo sobrepasaría por 60 centímetros. Val Allen, el arquitecto, ideó una larga aguja de acero inoxidable y, tras construirla en secreto, la alzó desde el interior en un golpe de efecto que lo proclamó vencedor de las alturas. El título le duró once meses, plazo que tardó en arrebatarle el título el Empire State, otro de los símbolos de la ciudad y cuya imagen siempre estará asociada a la de King Kong –la película se estrenó en 1933– encaramado a su cúspide.
El manhattan asiático
Chinatown, ya en la zona sur o Lower Manhattan, presenta un perfil menos espectacular. Los edificios pierden altura y brillo pero ganan encanto las calles, llenas de actividad. Los chinos empezaron a llegar a Nueva York en el siglo XIX –algunos ya habían trabajado en el lejano Oeste–, y aquí se establecieron para crear su propio hábitat. Es imprescindible pasear por Mott Street, origen del barrio étnico y escenario de la celebración cada febrero del año nuevo chino. Aunque en su pasado hay más de un episodio siniestro, en la actualidad es un lugar ideal para encontrar un buen restaurante o todo tipo de falsificaciones en las tiendas de Canal Street, arteria principal y frontera con el barrio de Little Italy. A partir de aquí los rótulos se tiñen de verde, blanco y rojo y suena música napolitana. Pero no se engañen, hace tiempo que el pequeño oasis italiano es propiedad china.
Nueva York tuvo su origen en la parte más meridional de la isla. Aquí se instalaron en 1623 los colonos holandeses que, para protegerse de los ingleses, construyeron una muralla que acabó dando nombre al distrito financiero, Wall Street. Estar en el centro donde se mueve el dinero del planeta causa un ligero estremecimiento, pero visitar Trinity Church, a cinco minutos, provoca el mismo efecto. La pequeña iglesia de aspecto inglés tiene cierto atractivo, aunque lo conmovedor es el cementerio adjunto, donde descansan los primeros pobladores de la ciudad.
Un símbolo de esperanza
El recorrido por la isla finaliza en el puerto, entrada de las oleadas de inmigrantes que, en el siglo XIX, huían de las hambrunas y la violencia europeas. La primera visión que los asaltaba tras largas semanas de travesía era la Estatua de la Libertad. Pocas estampas podrían resultar más esperanzadoras. El contacto con la realidad llegaba cuando eran trasladados a la vecina Ellis Island, donde eran registrados y sometidos a cuarentena o, en algunos casos, devueltos a su país. Hoy alberga el Museo de Inmigración, testimonio de los sacrificios que esconde el pasado. Regalada por el gobierno francés en 1886 para conmemorar el centenario de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos, la Estatua de la Libertad llegó desmontada en más de doscientas cajas. El coste para reconstruirla no podía ser asumido por las arcas públicas, así que a Joseph Pulitzer, magnate de la prensa, se le ocurrió organizar una campaña de recaudación y, gracias a miles de pequeñas donaciones, la gran escultura tomó forma. La estructura interna, ideada para aguantar fuertes vientos, fue diseñada por Eiffel años antes de levantar la torre parisina. El exterior, de cobre, acabó adquiriendo su color verde por efecto de la sal marina.
La otra colosal obra de ingeniería del bajo Manhattan es el puente de Brooklyn, que sirvió para unir los dos distritos más importantes de Nueva York, pero no para fundirlos. Brooklyn conserva su carácter propio, un particular acento y una extraordinaria devoción por el béisbol. Dada su extensión, explorar Brooklyn exige un amplio margen de tiempo. Si no se dispone de él, se encuentra consuelo cruzando la impresionante pasarela. Al regresar, nos espera la mejor panorámica de la fachada oriental de Manhattan.

Documentación: pasaporte y visa
Idioma: inglés.
Moneda: dólar americano.

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