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Ciudades imperiales de Japón

Tokio y Osaka enmarcan este viaje a través de la historia y el arte de un país en el que los detalles son un tesoro

La mitología japonesa cuenta que la diosa del sol, Amaterasu, lloró desde los cielos y sus lágrimas cayeron como perlas sobre el mar hasta formar el archipiélago nipón. Esta leyenda resume la importancia de la naturaleza en el sintoísmo, la religión que han abrazado durante siglos los emperadores japoneses y que permanece en los templos, palacios y jardines de las ciudades imperiales encadenadas a lo largo de este viaje entre Tokio y Osaka.

Tokio, la capital del país, es una megápolis de unos treinta millones de habitantes situada alrededor de la gran bahía del mismo nombre. El tren rápido que comunica el aeropuerto de Narita y el corazón tokiota depara el primer espectáculo visual, al pasar de un paisaje de arrozales a un perfil de rascacielos y calles trepidantes. Es una ciudad que no deja indiferente a nadie. La razón es su mezcla de modernidad extrema y pasado imperial, sin olvidar los barrios de callejuelas laberínticas llenas de tiendas, restaurantes y espacios que son auténticos remansos de paz. Tokio, además, sobresale entre las grandes ciudades del mundo por su red de metro, la más extensa en líneas y estaciones, y que convierten cualquier traslado en algo fácil y muy rápido.

Los tiempos del japón Edo
El primer lugar de visita en la capital debería ser la explanada del Kokyo, el Palacio Imperial. Esta gran plaza ofrece una vista parcial de la residencia de la familia imperial japonesa, que solo abre sus jardines el 23 de diciembre, con motivo del cumpleaños del emperador, y el 2 de enero. En este mismo lugar se erigía el Castillo de la antigua Edo, nombre con el que se denominaba a la ciudad y al imperio dominado por la dinastía Tokugawa, que mantuvo el país cerrado al extranjero durante dos siglos, desde 1600 hasta la apertura Meiji, en 1868.

Después de pasear por los plácidos Jardines del Este (Koyko Higashi Gyoen) del palacio, será un contraste entrar en Ginza, el barrio de las sedes financieras, las multinacionales y las firmas de lujo. Ginza es también uno de los lugares de compras y ocio preferidos por los tokiotas. Aquí se halla el teatro Kabuki-Za –el kabuki es un tipo de teatro tradicional cuyas obras tratan sobre episodios históricos o romances– y el pabellón donde tienen lugar los torneos de sumo, deporte nacional además de símbolo cultural.
El tren elevado Yurikamone es la vía más rápida para visitar el moderno barrio de Odaiba, una isla artificial situada al otro extremo del puente colgante del Arco Iris, de 570 metros de longitud. Con sus centros comerciales y el parque de atracciones de Joypolis, es un lugar muy frecuentado y con buenas vistas de la fachada marítima de Tokio. El tren vuelve a sernos útil para alcanzar la mayor zona verde de la capital, el parque Yoyogi, que ofrece el mejor contraste entre el Japón ancestral y el posmoderno. En torno al templo Meiji, sintoísta, es frecuente observar a parejas que acaban de casarse y a sus invitados, vestidos con lujosos kimonos y calzando las tradicionales jeta, los zapatos de madera. Estas escenas tan tradicionales comparten espacio, los domingos y festivos, con grupos musicales y jóvenes roqueros.
A poca distancia del parque, la estrecha calle Takeshita Dori, siempre abarrotada, es un escaparate de las tribus urbanas más llamativas, desde jóvenes góticas hasta punks. Aunque, para conocer las últimas tendencias de la moda, hay que andar entre Aoyama y Hibiya, epicentros comerciales de la nuevas generaciones. En esta zona predominan los restaurantes, bares y discotecas, a menudo situados en un mismo edificio, pues ésta es una ciudad donde se vive en vertical: se puede tomar una cerveza en la planta baja, cenar en el piso quinto y acabar la velada en una discoteca del ático con vistas panorámicas.
Otro barrio de ritmo trepidante es el que se extiende junto a la estación Shinjuku, unas travesías al norte, con su derroche de anuncios luminosos así como una oferta comercial apabullante. Dos millones de pasajeros diarios transitan por esta gigantesca estación, rodeada de rascacielos, incluidas las torres del Gobierno metropolitano, de 243 metros de altura. Conviene reservar la última mañana en la capital a pasear por el barrio de Asakusa y su templo Senso-ji o Kannon, el más antiguo de Tokio, del siglo VII, o bien desplazarse en un viaje relámpago hasta la ciudad sagrada de Nikko, 150 kilómetros al norte, que alberga el mausoleo del fundador de la dinastía Edo, Tokugawa Ieyasu (1543-1616).
El viaje hacia Osaka empieza bordeando la bahía de Tokio en dirección sur para conocer Kamakura, a una hora en tren. Debe su gran concentración de templos a la etapa en la que fue ciudad imperial, del siglo XII al XIV, durante el sogunato del mismo nombre. Kamakura es hoy en día una ciudad muy venerada por su Daibutsu, el buda gigante en la postura de loto, del que puede visitarse el interior de su panza. Una playa de arena negra, bordeada de restaurantes tradicionales y modernos, ofrece el apunte gastronómico a la visita de Kamakura.
Un baño termal en Izu
La primera impresión del monte Fuji merece la pena tenerla desde Hakone, localidad situada al sur del volcán y a poco más de una hora en tren de Kamakura –el tren bala desde Tokio tarda solo 35 minutos–. Con el lago Ashi y su parque escultórico al aire libre, Hakone es un destino muy popular entre los japoneses por su proximidad también a la península de Izu, un enclave de cálidas playas y relajantes onsen (baños termales de aguas volcánicas). Esta zona es una de las que cuenta con la mejor oferta de ryokans, los alojamientos tradicionales.
Subir al monte Fuji (3.776 metros), emblema nacional y protagonista en miles de grabados y óleos, es el sueño de todo japonés, un reto asequible aunque requiere cierta forma física y el equipo adecuado para alta montaña. Las carreteras que más se acercan a la cumbre dejan a cuatro horas a pie del cráter. Desde este punto, las vistas son sensacionales, con el mar al sur, Tokio al este, y la zona de los Cinco Lagos del Fuji al norte, al pie del volcán. Los Fuji Go-ko son especialmente bellos en otoño, cuando las hojas de arce tiñen de rojo los bosques del entorno. Entre los alicientes de esta zona cabe destacar los paseos en barca por el lago Kawaguchi y el teleférico que sube hasta los 1.104 metros para contemplar el imponente Fuji.
El viaje prosigue hacia Kioto, a 272 kilómetros, por la antigua Ruta Nakasendo, el camino que antiguamente unía Edo (Tokio) y Miaco (Kioto) a través de los Alpes Japoneses. El tramo por el valle del Kiso es precioso, con senderos y viviendas tradicionales que pueblan localidades apacibles como Magome, Tsumago y Narai, antes de llegar a Nagoya. Esta ciudad, sede del gigante automovilístico Toyota –tiene un fantástico museo del coche–, fue un enclave destacado en la época Edo, como explica la exposición histórica que puede verse en su castillo del siglo xvii, reconstruido tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.
Los palacios de Kioto
Kioto, la antigua Miaco, es el testimonio de una época dorada para Japón. El primer europeo que pisó la ciudad fue el misionero navarro san Francisco Javier, en 1549, quien quedó maravillado con sus templos y palacios. Capital del imperio desde el año 794 hasta 1185 –el centro político se trasladó luego a Kamakura y después a Edo–, Kioto albergó a la familia imperial hasta 1868. De ahí su valioso patrimonio arquitectónico: 2.000 templos y santuarios, tres palacios, jardines de guijarros rastrillados y diversos museos de historia y arte. La Unesco, en 1994, reconoció hasta 17 enclaves Patrimonio de la Humanidad, entre los que destaca el castillo de Nijo-jo, en el sector sudoeste. El sogún Ieyasu lo mandó erigir en 1603 para demostrar su poder frente al emperador y, temiendo alguna traición, encargó suelos «de ruiseñor», que crujían al menor movimiento, y salas ocultas. En la misma zona y a quince minutos de la estación de tren, se halla el templo budista de To-ji, del año 794 aunque reconstruido en el XVII; su pagoda de cinco pisos y 57 metros es la más alta de Japón.
No habrá que andar mucho para visitar otros emblemas de esta antigua capital, hoy una moderna urbe también llena de anuncios de neón en los barrios más comerciales. Son el templo Kinkaku-ji o Pabellón de Oro por su recubrimiento de pan de oro; el Kyoto Gosho o Palacio Imperial, con un parque excepcional; y el jardín de piedras del templo Ryon-ji.
El sur de Kioto alberga el célebre barrio de Gion, el distrito de las geishas, las refinadas mujeres que interpretan canciones y danzas tradicionales para clientes adinerados y que han protagonizado decenas de novelas y películas. Al atardecer, en la calle Hanami-koji, es bastante probable ver a alguna entrando en una casa de té del siglo XVIII. Estos establecimientos son expertos en el chanoyu, la ceremonia del té. La planta fue introducida en Japón en el siglo IX y, hoy, la región de Kioto es famosa por la variedad más tardía de las que se cultivan en el país, el Kyoto Ichiban Cha.
A menos de una hora en tren se llega a Nara, capital imperial antes que Kioto. Paseando por el parque Nara-koen, en el que pastan más de mil ciervos, uno se siente transportado a la época en que estos animales eran considerados emisarios de los dioses por la doctrina sintoísta. La religión autóctona japonesa, donde los kamis o duendes están presentes en cualquier lugar, tiene en Nara uno de sus templos más importantes, el santuario Kasuga, del siglo VIII. El budismo, la religión mayoritaria hoy en el país, posee el magnífico templo de madera Todai-ji, que alberga un Buda de bronce de 16 metros de alto.
De Nara a Osaka apenas hay media hora en tren, pero el paisaje cambia radicalmente. Osaka es la segunda ciudad del país en desarrollo tecnológico y urbanístico. Aquí nació y escribió el premio Nobel de Literatura Yasunari Kawabata (1899-1972), así como uno de los arquitectos más famosos de Japón, Tadao Ando (1941). Su atrevido estilo queda plasmado, entre otros, en la Cosmo Tower del World Trade Center y en el Sky Building, excelentes miradores desde los que se divisa el barrio de Shinsaibashi, con sus galerías comerciales de bóvedas acristaladas. En el centro, el castillo de Osaka (siglo XVI) es otro mirador sensacional, especialmente en primavera cuando florecen los cerezos y en otoño, cuando los árboles dejan caer sus hojas doradas.

Documentación: pasaporte.
Idioma: japonés.
Moneda: yen.

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